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Rusia, tierra de zares. Rusia, kalashnikov. Rusia, vodka lacerante. Rusia, contraste y dolor. Tópicos y clichés se suceden al nombrarte, y tú eres todo y nada a la vez. Un imaginario dislocado por nuestros prejuicios occidentales, una ficción nacional que se construye con sangre y sudor a base de tiempo y mucha, muchísima fe.

Rusia, ya he llegado. No te imaginaba así, tan desnuda y fría. Inerme, te sostiene tu altanería infinita. La oscuridad nubla todo cuanto te rodea, convirtiendo esta realidad en un limbo horizontal donde los pecados se sostienen por sí mismos. En tu silencio hallo reposo y recogimiento, abismo y verdad.

¿Quiénes son estas gentes? Me observan como si fuera de otro mundo. Yo les sostengo la mirada con vergüenza. Sus ojos me cuentan historias que no puedo pronunciar. Son vidas que vienen de muy atrás.

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Más allá del tiempo y el espacio, ¿hay lugar para el ser humano?

La naturaleza envuelve tu esencia con su manto. Despliega, sublime, su poder. Despierta en ti la llama dormida de la discordia y en un choque frontal con la civilización, recobra su armonía primigenia y luce exultante su trono labrado a base de fuego y llanto.

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Altanera y sencilla. Etérea. Todavía virgen. Llena de espanto pero sin miedo. Así es ella. Innombrable, inalcanzable, mártir. Ventisca en un frasco de cristal. Atardecer purpúreo esculpido en cúpulas. Tiempo detenido, resistente a su futuro, eterno adalid de una era que no es de este mundo.

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Atardecer en Kungur, región de Perm

© Fotografías de Cuna Literaria

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