Quiero decirle de mí que soy hijo de esta época,
hijo de la incredulidad y de la duda, y es probable,
no lo sé, que lo seguiré siendo hasta el fin de mis días.
DOSTOIEVSKI
7 de septiembre de 2018 / Perm (Urales) / 7:00h
Industrial y fría. Decadente y encantandora. Así es Perm. Una región capital para Rusia donde se concentra la industria militar, el gas y el petróleo del imperio que un día fue. Cuna del exilio, prolífica en su esterilidad soviética, culturalmente genuina. Es el vértice oriental que completa el triángulo con Moscú y San Petersburgo. Me atrevería a decir que sentía una anómala familiaridad con su estética noventera, su tenebrosa dejadez que envuelve las calles, avenidas y caras de sus gentes. Una neblina lo mancha todo, lo oscurece. Hay algo sublime en esta región donde parece que el sol tan solo se asoma a rozar con sus rayos, tímido, la materia viva e inerte.
El río Kama atraviesa la ciudad en dos, pero ésta se desarrolla y habita en una única orilla del mismo. Caprichosa, Perm se manifiesta este primer día como una ciudad tranquila, casi pueblerina, en la que sus habitantes no corren hacia su destino y donde los rostros miran con asombro a los occidentales turistificados. Acudimos en grupo como séquito obediente a rendir nuestro primer culto al gran río Kama, a ver florecer sus orillas y a admirar la anchura de su corriente. Tras las presentaciones de honor, no queda otra opción que hacer la visita de rigor: la Galería de Arte Estatal de Perm.
La magnificiencia y el carácter sobrio de la mayoría de museos occidentales se desintegra aquí. No hay lugar para resaltar lo que se ve, lo que observas es. En cirílico, asistiendo a un acontecimiento poco usual, tengo ante mí la mayor colección de arte clásico y contemporáneo de los Urales. Más de 40.000 piezas se dan cita en esta antigua iglesia reconvertida en museo de arte. Asisto fascinada a los cuadros menos conocidos de pintores como Iván Kramskoi y Karl Briulov. Contemplo a las dos mujeres romanas con pandereta y flauta de Pavel Svedomsky hipnotizada y me paro por último ante los cuadros históricos de Nikolai Nevrev.
El plato fuerte, sin embargo, sucede en lo alto de esta iglesia-museo. Al subir los diferentes pisos llegamos a una escalinata abierta llena de luz donde refulge el oro de una capilla ortodoxa rusa. Recorremos con silencio cuasi religioso la colección de iconos únicos creados por destacados maestros de los estudios de Stroganov, establecidos en los Urales en el S. XVI. Época prolífica donde las haya en la que la exploración, colonización y construcción de numerosas iglesias ortodoxas era habitual en las vastas áreas de la región del río Kama. La exposición permanente de inestimables esculturas de maderas con imágenes del salvador, la virgen y los santos de la iglesia ortodoxa rusa maravillan y completan esta especie de cúspide del arte ruso del museo.
No podemos marcharnos sin echar un vistazo a la breve pero intensa colección de arte contemporáneo. Una suerte de neones luminosos claman atención y variados retratos de desconocidos expuestos con atino para un selfie de turno brindan la despedida de esta primera visita a las artes de Perm.
La tarde avanza y la ciudad sigue extraña y tranquila, ajena a la inmediatez. El estancamiento de Perm reconforta. No esperaba esta calma ni este fluir del tiempo encapsulado y lento. Mis expectactivas no están insatisfechas pero tampoco contentan mi primera impresión. Una inquietud se apodera de mí a medida que anochece y volvemos al hotel. ¿Eso es todo? ¿Dónde está la sensación de plenitud y placer extasiado? ¿No era acaso una tierra exótica y diferente la que me esperaba? El desasosiego romántico se apodera de mí unos instantes para recordarme que mi insatisfacción se halla precisamente en aquellos tiempos que no me pertenecen y en lugares que jamás fueron pisados. El presente me persigue y me recuerda que el yo no vive en tiempos futuros ni pasados.
Por otro lado, y a la vez que escribo estas líneas, confirmo mis sospechas ante la dificultad descriptiva de valorar un entorno ajeno por primera vez. Veo el otro lado, lo toco, pero no siento nada especial; mas bien una incomodidad acrecentada por el hecho de hallarme frente al otro y percatarme de nuevo que estoy a solas conmigo misma.
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