6 de septiembre de 2018 / Madrid-Moscú / 16:00h
Sobrevuelo los cielos hacia Moscú. Tierra primigenia del alma rusa, núcleo central de la amalgama poética y contradictoria entre Oriente y Occidente. Salvaje y puro, noble y frío; el carácter del ruso se me revela como un misterio divino sin respuesta, con la grandeza última que encierra el ser humano.
Mis primeros pensamientos están dedicados a Emilia Pardo Bazán. Me siento identificada con su ingenua fascinación por la cultura rusa, por el exotismo de una tierra desconocida en la que establecer paralelismos con la propia y hallarse por último ante el reflejo de una misma. No es de extrañar que esta valiente intelectual pudiera colarse en el sacro Ateneo de Madrid y pronunciar como mujer la primera conferencia nada más y nada menos que con La revolución y la novela en Rusia. Su curiosidad insaciable y la lectura de coétaneos como Turguéniev o Dostoievski sumergieron durante años a Doña Emilia en una cruzada por descifrar y entender la compleja idiosincrasia de una tierra marcada por la estepa y las inclemencias climatológicas.
El S. XIX —bendito siglo plagado de librepensadores— sembró el gran caldo de cultivo para lo que después acontecería. Doña Emilia pudo experimentar en primera persona el florecimiento del Siglo de Oro ruso y asistir a su propagación por el resto de Europa, donde maravillados, intelectuales y artistas de muy diversa índole se llevaban las manos a la cabeza ante el milagro de la literatura en mayúsculas, de ideales capaces de mover conciencias un paso hacia delante.
Ahora, en un vuelo hacia Moscú con destino final a Perm, miro las nubes a través de la minúscula ventanilla del avión para experimentar la Rusia actual, el poso que han dejado estos años y la tempestad de acontecimientos históricos que casi dieran ganas de obviar. Mentiría si dijera que mi espíritu romántico, anclado en una época que no me pertenece, no espera viajar también más allá del espacio y asistir de nuevo a ese nacimiento de la joven Rusia. Pero por el momento nos espera Moscú, año 2018, en una noche de finales de verano que aguarda mi llegada.
6 de septiembre de 2018 / Moscú / 22:00h
Veo las luces de las afueras moscovitas antes de aterrizar. Un atardecer rojizo, furioso, parece esperarme. Instintivamente adivino el río Moscova, las luces que lo cercan con gracia, y siento una sensación extraña, de reencuentro y de poder, de inexplicable nostalgia. Ya no importa nada, quiero ver, vivir, disfrutar y procurar retener todo lo que se siente pasando unas horas en Moscú antes de volar a Perm.
Cuando imaginas un lugar, lo sueñas y lo categorizas en tu mente resulta difícil que se amolde a la realidad. No es el caso de Moscú, las expectativas no superan el espectáculo que encuentro al salir a la calle de una plaza en el centro moscovita. Una pareja rusa se abraza apasionadamente en un reencuentro que pretende ser épico. Se trata de un monumento soviético que bien podría representar a Larisa y el doctor Zhivago si no fuera por la bayoneta que el hombre porta al hombro mientras la mujer le mira con romántico patriotismo: se trata del Adiós de Slavianka. Rodean a la pareja ancianos y babushkas cuchicheando y confundiéndose con la cálida noche de verano que hoy se vive en Moscú. De reojo, nos miran y se sorprenden por nuestras fotografías furtivas. Convertirse en la turista que jamás quise ser es una de las cosas más fáciles de conseguir aquí y el metro, nuestra siguiente parada, es otro santuario donde dar rienda suelta a la imaginación.
Es aquí donde siento de veras la gran contradicción, el enigma no resuelto: la existencia de este particular palacio para el pueblo ruso me perturba. Es tal el placer estético que asombra pensar que puedan convivir bajo estos subterráneos la iconografía soviética con la majestuosidad palaciega de la era zarista. El choque es indescriptible, hay que experimentarlo. Refugio del pueblo durante la II Guerra Mundial, sus cuadros, monumentos en bronce y su decoración invitan a perderse entre sus paradas, a subir y bajar sin rumbo fijo, a dejarse llevar por el mero placer esteta.
El tiempo, por desgracia, apremia. Nos dirigimos corriendo a la Plaza Roja, al Kremlin. Las gentes no prestan atención, están ensimismadas en sus destinos. Compartimos con ellos esa sensación de apatía subterránea por la que nada nos emociona. Al menos eso es universal, pienso yo. Sin embargo, ellos cuentan con un as en la manga: el placer estético les visita a diario cada vez que bajan del vagón. Una suerte que el resto de mortales no nos atrevemos ni a imaginar en nuestras urbes.
Parece entonces que la oda a Moscú toca a su fin, o eso creo. Entro en la Plaza Roja sin percatarme de que estoy allí, que por fin he llegado. Siento que me he confundido, que estoy entrando en una plaza comercial con luces navideñas que llegan demasiado pronto. Pero no, lo que mis ojos ven al fondo es inconfundible, esa basílica icónica, que hasta un ciego palpándola reconocería, es la catedral de San Basilio. Parece que puedo cogerla con las manos y amasarla, hacerla mía. Sin embargo, a medida que avanzo me voy dando cuenta de las dimensiones estratosféricas de todo lo que me rodea. Es como si la medida del ser humano hubiera desaparecido y en su lugar hubieran creado todo a gusto de grandes gigantes. El cirílico en los edificios remata la sensación de asistir a un espectáculo de todo menos occidental.
El horizonte se desdibuja hasta que mis ojos desembocan en el mausoleo de Lenin. Puedo verlo muy a lo lejos, ya que la mayor parte de la Plaza Roja está vallada por un acto festivo celebrado horas antes. Así, la Santísima Trinidad que forman el mausoleo, la catedral y el centro comercial kitsch es digno de éxtasis. Un último vistazo, fugaz y angustioso, es la despedida que le brindo a Moscú antes de perderme de nuevo en el palacio subterráneo rumbo a mi siguiente destino: Perm.