Dicen que cuando un Dios baja a la Tierra habitada por los hombres no puede menos que contemplar con estupor cómo su obra ha tomado vida propia, desbaratando todos sus planes. Atenazado de pronto por las bajas pasiones humanas de las que ha sido hacedor, rechaza con furia desmedida el conjunto de su mundo. Aparta la vista, horrorizado, ante la realidad inimaginable de su creación.
El Dios ya no es creador. El Dios sufre su obra, asiste a un espectáculo que le supera. Quizá fue así como Gógol presenció a lo largo de los años la independencia que su legado experimentaba sin descanso. Perplejo ante el abismo que se abría entre su fanatismo religioso y su genio artístico, éste último superaba finalmente al creador de toda la narrativa rusa que conocemos hoy. Venció la obra ante la intención moral: así es el arte.
Hablar de la obra de Gógol requiere un abrigo a la medida de este artista de las letras eslavas. Ucraniano de origen ruso nacido en Soróchintsy en 1809, murió con 43 años en Moscú. Padre de la literatura rusa junto a su colega Pushkin, su influencia en la narrativa eslava y en la literatura universal no tiene precedentes hoy. Kafka, Saramago, Dostoievski o Bulgákov contemplaron sin atisbo de duda el espejo gogoliano y captaron su reflejo. Gógol, sin embargo, no pudo detenerse mucho tiempo ante el espejo. La influencia perniciosa de la religión – entendida como un látigo flagelador vigilante de sus pecados,- destruyó al genio inventor de un mundo de sombras y fantasías. Maria Gógol, devota religiosa y vivo reflejo del joven Nikólai, le inculcó desde la infancia su afición por las anécdotas inventadas y el miedo al infierno. Madre e hijo compartían una naturaleza fantasiosa, histérica y supersticiosa que habría de costar al frágil escritor la pérdida de la razón.
A Gógol le esperaba una muerte temprana. En sus últimos años le acompañaría un sacerdote iluminado, quien terminó de rematar cualquier esperanza de elementos críticos en las ideas del artista. Responsable de la destrucción de muchos manuscritos inéditos y testigo quizá de la quema por parte de Gógol de la segunda parte de Almas Muertas; alentó también los continuos castigos corporales que se autoinflingía Gógol.
Su muerte no está exenta de un halo místico. Al borde de la locura, o quizá ya en ella, la inanición y la gastroenteritis provocada por la malnutrición convirtieron sus últimas horas en un suplicio indescriptible. Esta muerte sobrecoge a quien lea acerca de ella. Nabókov, capaz de volver poético cualquier suceso escatológico u ordinario, encumbra el papel del estómago de Gógol como pieza clave de su talento; el cual se ve castigado hasta la destrucción: “The belly is the belle of his stories, the nose is their beau. His stomach had been his “noblest inner organ”-now it was practically gone and devils were danging from his nostrils. In the months preceding his death he had starved himself so thoroughly that he had destroyed the prodigious capacity his stomach had once been blessed with. [El vientre es la belleza de sus historias, la nariz su galán. Su estómago había sido su “órgano interno más noble”, ahora prácticamente había desaparecido y los demonios colgaban de sus fosas nasales. En los meses que precedieron a su muerte, se había privado tanto de comida que había destruido la prodigiosa capacidad con la que su estómago había sido bendecido alguna vez.]”
Menos poético, León Trostki nos brinda una respuesta al interrogante gogoliano desde un interesante enfoque histórico-social: “todo lo que se había formado en siglos y fortalecido con la costumbre, lo que se había coronado con polvo de centurias y coronado con la sanción mística, Gógol lo removió, lo sacudió, lo puso al desnudo, convirtiéndolo en tarea para el pensamiento y problema para la conciencia. Y todo este trabajo lo llevó a cabo sin que interviniera la reflexión razonadora y sistematizadora: su genio creador cogió la realidad con las manos desnudas.” Así, el artista no podía ahora negar, ante la verdad, la esfinge de la vida. Pero sin las herramientas y las personas adecuadas a su alrededor, sin el sustento intelectual indispensable para enfrentarse a esa realidad cruda, Gógol palidecía. Y así fue, tal como aventura Trotski, como nuestro escritor necesitaba encontrar una autoridad exterior – la religión – para enfrentarse a la amalgama inconexa de problemas despertados por su genio creador.
El resultado lo conocemos todos. Iliá Repin -uno de los máximos exponentes del movimiento artístico de los Itinerantes y maestro del realismo social,- reflejó en su obra “Nikolái Gógol quemando el manuscrito de la segunda parte de Almas muertas” (1909), toda la desesperación gogoliana. La estupefacción ante el acto de locura de uno mismo, los ojos desorbitados y la expresión de fragilidad y delirio del Gógol de Repin nos hace preguntarnos si acaso en ese instante de enajenación se produjo el choque definitivo, y la dicotomía interior afloró en su máxima expresión. Nabókov sostiene que en esta quema del manuscrito del segundo tomo de Almas muertas ganó el genio gogoliano “en un último relámpago cegador de verdad artística”; pues Gógol concibió esta segunda parte como un nuevo “libro santo”, la guía espiritual para el pueblo ruso. De ser cierto, este acto iluminador de su genio sería el último.
La verdad está custodiada por los clásicos perennes, aquellos cuya vitalidad se transforma y muta con el paso de los tiempos a la vez que guardan su esencia intacta. La obra de Gógol es un legado universal y eterno que nos pertenece, tan vivo como los personajes que pueblan sus relatos. Nos detenemos aquí en las Historias de San Petersburgo, el conjunto destacado de cuentos gogolianos que tienen lugar en esta ciudad. Un total de cinco historias de las cuales nos detendremos en una: El capote.
Es esta la historia de un mequetrefe, un funcionario de baja estofa, un mediocre y humillado empleado del Estado Ruso llamado Akaki Akákievich. Desde las primeras páginas Gógol nos dibuja la fisonomía de un héroe atípico que conmueve por la simpleza y nobleza de su carácter. Una pregunta nos persigue a cada instante: ¿Es Akaki el patetismo hecho hombre? Muchos dirían que la mediocridad es su rasgo característico. Sin embargo, nada tiene que ver con dos de los grandes paradigmas de la mediocridad que nos ha brindado la literatura universal. Ni hay atisbo de Hans Castorp -protagonista de La montaña mágica de Thomas Mann– ni por supuesto de Oblómov, héroe indolente de la novela del mismo nombre y personificación perfecta del terrateniente ruso. Akaki, al contrario que el primero, no posee ni el encanto ni el bagaje cultural que le permita ser aceptado con gran entusiasmo por los demás. Tampoco es Oblómov, pues al contrario que este héroe de posición horizontal y diván, Akaki sí es capaz de lograr con pasión y mucho esfuerzo su más modesto fin existencial: un capote que le resguarde del frío invernal.
En la aburrida y siempre desesperante realidad, Akaki no puede menos que ser concebido como un hombre mediocre. Su vida pasa sin pena ni gloria para los demás y para sí mismo: es un hombre insignificante. Pero detengámonos en lo maravilloso del milagro literario gogoliano. Este no es otro que explorar la realidad desde dimensiones ambiguas, fantásticas, que permiten al lector creativo ahondar en el mundo que le es conocido experimentando una vuelta de tuerca sin precedentes.
Sí, Gógol recurre a la sátira realista, pero lo fantástico y lo grotesco toman fuerza para explorar esa cruel y decepcionante realidad. Porque Gógol y su decadente mundo de fantasía anhelan la belleza celestial: “Las formas grotescas y fantásticas – como afirma la investigadora Vétlovskaya – según las que en todo momento nos presenta la realidad, constituyen para el escritor solamente un método para mostrarnos la sorprendente desviación de la realidad de la norma ideal y sana.”
La indiferencia del “personaje importante” que atiende a Akaki, las burlas de sus compañeros funcionarios o la gélida Avenida Nevski. Lo aparente, el póshlost, es lo único que importa en esta realidad corrupta y anómala. Una sociedad “donde se invierten los valores desde el momento en que se ensalza lo aparente y y se subestima lo esencial”, como apuntan María Da Conceiçao Gloria y José Antonio Hita Jiménez, los cuales dan con la clave: “La belleza es de origen celestial – parece decirnos Gógol- y su reflejo en nuestra terrible realidad, donde los valores se han invertido, denota imperfección e impureza, de ahí que la belleza en su estado puro solamente se pueda hallar en un mundo de fantasía y ensueño”.
En nuestra realidad corrupta y uniforme Akaki es lo más parecido a una mota de polvo. En cambio, en la fantasía gogoliana se transforma al fin en un fantasma vengativo, el adalid que necesita Gógol para emprender su cruzada satírica contra la realidad circundante. La inagotable fuente de la que bebe Gógol para crear El capote no es otra que la realidad; una realidad exagerada, grotesca, para que así nos sea más fácilmente perceptible la incongruencia de nuestras relaciones humanas, el póshlost más exorbitante que nos rodea.
El estilo pleonástico gogoliano es otra de las características fundamentales que hallamos en El capote y en el resto de cuentos de su obra. La esencia de su estilo radica precisamente ahí: en hacer de lo aparentemente accesorio lo esencial del relato. Borís Eijembaum, analizando El capote desde el punto de vista de las teorías literarias formalistas, destaca también la importancia del tono personal del autor en la estructura del cuento. El capote “es de carácter mímico y declamatorio y no meramente narrativo: no es un narrador quien se asoma del texto de El capote sino un Gógol intérprete y aun comediante.” Los retruécanos, además, pueblan el relato; como vemos en el maravilloso fragmento referente al apellido de nuestro insignificante héroe o cuándo se describe con absurdidad lógica al sastre de Akaki.
Este cuento, con forma de pescadilla que se muerde la cola –circular y perfecta – sentaría las bases de cultivo para el nacimiento del realismo mágico. No exageraba Dostoievski al decir que “todos hemos salido de El capote de Gógol”. Visualicemos por un momento el final del relato. Acomodémonos en nuestro diván imaginario, con un samovar frente a nosotros silbando y una gran manta a modo de capote sobre nuestros hombros. Estamos leyendo con nuestra voz interior las últimas líneas del cuento y de pronto, hemos terminado. La sensación de vacío nos inunda, ¿es así? ¿eso es todo? Queremos más. Pero no una continuación, no, por favor, ¡qué filiteísmo es ese! No, lo que ansiamos es volver a leer, de manera cíclica y perfecta, El capote. El hechizo, no se preocupen, durará para siempre. De ahora en adelante presten atención a su deambular por las calles transitadas. Verán muchos Akakis, muchos funcionarios y más aún, las caras de las gentes al pasar ya nunca le serán desapercibidas al lector creador. Quedarán clavadas en su mente, como antorchas en la niebla que guían caminos oscuros y desconocidos, pero al fin necesarios.